Xacopediasufrimiento

Pocas dudas le quedan a cualquier conocedor del hecho social y religioso de la peregrinación a Santiago de que hacer este camino supuso un esfuerzo titánico con notable capacidad de asumir el sufrimiento. Las incomodidades y asechanzas del largo viaje eran múltiples, apenas mitigadas, solo para muy pocos, por la disponibilidad de medios de transporte, servidumbre y cartas de recomendación. En barco el viaje era más económico, pero nos quedan relatos de su gran incomodidad, en especial para las mujeres, por su inevitable proximidad con una tripulación generalmente soez.

Penoso y lento era el caminar de la caravana santiaguista en la que era frecuente que figurasen enfermos que iban a Compostela en busca de la salud del cuerpo y del alma. En una época -hasta hace cuatro días como quien dice- en la que en cualquier enfermedad seria se adivinaba la intervención del Maligno, solo corregible por una fuerza superior a la que se deseaba instar por la muy cualificada mediación del Apóstol, distinguido por el Señor y, como mínimo, primo hermano.

Y allí fueron siempre hombres, mujeres y niños. En la representación más bella de la peregrinación de todo el Camino Francés, en los batientes de la puerta de la iglesia del hospital del Rey en Burgos, un Águila del Renacimiento dejó la escena de un matrimonio caminando con dos niños; al más pequeño la madre, sin detenerse, le está dando el pecho. El marido lleva al otro de la mano. Detrás, una voluminosa matrona con aires de suegra. En dos iglesias de la Vía Francígena recuerdo haber visto una representación parecida.

Otros iban cargados con cadenas y cruces. Otros descalzos o desnudos. El camino era penitencial en el espíritu y en el terreno.

Desde Los Pirineos a Santiago hay que echarle 800 km. Y otros tantos, o dos veces o incluso tres más, desde muchos puntos de Europa. Y olvidamos, por la costumbre actual, que el piadoso viaje lo era de ida y regreso, con lo que las condiciones meteorológicas siempre eran cambiantes. Los puertos de montaña no podían soslayarse. Ríos y arroyos con frecuencia desmadrados. Puentes escasos y con problemas que podían durar años. Caminos, al menos a ratos, peligrosos. Perros mordedores que parecían hacer algo meritorio asustando, como mínimo, a los jacobípetas. Piojos y miseria en muy poco higiénicos hospitales. Y hasta hambre.

En Pícaros y picaresca en el Camino de Santiago, para quien desee conocer más detalles, he dejado cumplida noticia de los añadidos que, a las dificultades propias de la senda, se les acumulaban a los santiaguistas: bandidos y ladrones en el Camino; vendedores y falsificadores de “credenciales y compostelas”; “los negociantes farsantes y ralea asimilada”; los mesoneros, principales enemigos de los peregrinos; “en el Camino francés dan gato por res”… Un rosario de misterios dolorosos de los abusadores de los peregrinos, a quienes el Codex Calixtinus (s. XII) maldice y excomulga cien veces.

Todo contribuía a que el camino a Compostela fuera una excepcional prueba de rigurosa ascesis y sufrimiento; pero solo era considerado verdadero peregrino -no hay que olvidarlo nunca- el que caminaba a guisa de tal, enfrentándose con las incomodidades inherentes a la calzada santiaguista. El Codex ya lo había advertido: “El camino estrecho y mortificador del cuerpo.”

La situación existencial de aquellos romeros, la superación y sublimación de su caminar, la resume Yves Bottineau, en lo que siempre he llamado su gran tesis: “La fe, la piedad, los sufrimientos de miles y miles de peregrinos han hecho de Compostela un lugar sagrado y perpetuamente vivo, que atrae misteriosamente al hombre desde la más remota antigüedad”. Y añade el francés: “El éxito se explica, en primer lugar -jamás insistiremos bastante en ello-, por la fe absoluta, total, de la Edad Media.”

El hombre pecador, la condena del Infierno del que se liberaban, cuando no sacaban algún alma del Purgatorio, bien merecían la pena de soportar el sufrimiento por el azaroso camino que tenían que superar. La inclinación de la balanza, entre las penalidades del camino y la indulgencia plenaria, era algo evidente: el platillo se inclinaba por el camino, fuese como fuera.

El segundo lugar de la explicación lo ocupaba una especial manifestación caminera de esa misma fe: la convicción de que el apóstol Santiago protegía de manera especial a sus romeros durante su peregrinación y en cualquier circunstancia en que pudieran encontrarse; tal como, en forma rotunda, entre otras partes del Codex, se les asegura en el libro II, donde se relatan los milagros, “los que he considerado verdaderos por veracísimas afirmaciones de hombres veracísimos” a quienes el Apóstol auxilió.

La superación de las asperezas del camino era también una parte sustancial, meritoria sería mejor decir, para obtener la remisión de la pena temporal por los pecados. No se podía hacer el viaje de cualquier manera: solo era meritorio si iba acompañado del sufrimiento. El santo papa Calixto, con estas o parecidas palabras, así lo había sentenciado.

Mas, como es de suponer, no siempre a lo largo de mil años, ni sufrimientos, ni, sobre todo, intenciones, ni la fe fueron los mismos, ni iban dirigidos en igual orden: mendigos profesionales-peregrinos; juglares y gente de la farándula; frailes giróvagos y no pocos protagonistas de lo que he llamado la bohemia religiosa, hicieron de su peregrinar un modus vivendi que se aprovecha del hecho piadoso de la peregrinación sin participar, al menos con la intensidad de los peregrinos normales, en sus anhelos y esperanzas, y siempre buscando el modo de recorrer la calzada de la forma menos mortificante y más remuneradora.

Incluso había otras consideraciones -en quienes estaban en edad de valorarlas- por las que merecía la pena correr el riesgo del viaje: el afán de aventura. El hombre medieval tenía espíritu viajero y anhelaba, como su gran sueño, el hacer trayectos largos. Y el contalla, antes y ahora, pero muchísimo más antes, cuando la imaginación del relator podía alcanzar cotas fantásticas, era un aliciente que actuaba como prodigioso lenitivo superador de las dificultades de la calzada. En la cerrada escala social de aquellos tiempos, quien había hecho la peregrinación -a un lugar cuanto más alejado mejor- era alguien y de alguna manera ascendía peldaños al menos en la consideración vecinal.

En los tiempos de ahora, en la primera década del siglo XXI, la pregunta sería si sigue teniendo significado el hacer el siempre incómodo camino.

Muchas cosas bellas son idas. Parece que, como dice Jesús Jato -hospitalero de Villafranca del Bierzo-, el demonio anduviese suelto por el camino y no haya quien lo ate. Todo se ha confabulado para que la aventura que durante siglos ha supuesto recorrerlo, se venga difuminando año tras año. El camino se ha allanado. Es difícil perderse. Los teléfonos móviles. Los helicópteros de salvamento están avisados. Los “ángeles del camino” -casi siempre mujeres- se te acercan para preguntarte si tienes pupa o si deseas algo -y algunas se extrañan de que les hayan mandado a hacer gárgaras-. Hay información meteorológica ad hoc. Los albergues de todo tipo y pelaje andan a porfía. Solo alguna plaga de chinches y algún mastín leonés, que se levanta azuzado por un gozque cabrito, recuerdan los no tan viejos tiempos:

“–¿Qué haces ahí tumbadote? ¿No ves que están pasando peregrinos? Levántate y asústales algo o se lo cuento al amo, que ni vigilas ni nada. –El mastín ladra un poco, sin demasiada convicción, y el peregrino apenas si le oye.”

Con todo, la ruta hay que continuar haciéndola a pie y con mochila a la espalda. Para los que no hacen trampa sigue siendo una experiencia dura. Al segundo día, a la gran mayoría le entran deseos de abandonar. Si los supera -se anda con la cabeza-, en lo más íntimo se siente alguien, aunque no lo confiese. Este no confesar el esfuerzo o no darle mayor importancia, teniéndola como la tiene -he visto a algunos acabar hechos unos zorros- es algo que siempre me ha sorprendido y deviene esperanzador.

En resumen, el camino compensa, si sus condiciones, por el silencio, la austeridad, lo alejado del contacto con quienes no son peregrinos, facilita la reflexión del romero, consciente de que no se está en una senda más de gran recorrido, sino en el más humano y europeo de todos los caminos, el que se inició con la huella ilusionada de nuestros antepasados como parte andante de la cristiandad que forjó la Europa en la que estamos.

Si hacemos todo lo posible por proteger esta ruta de los obstáculos que el cabrón del demonio viene colocando a su lado -incluso en la forma de piojos resucitados, que son los que más daño hacen-, es posible que vuelva a ser esa prodigiosa senda de meditación por la que hoy peregrinos de los cinco continentes estiman que merece la pena seguir haciendo el Camino de Santiago. [PAB]


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