Se conocen como emblemas o insignias los objetos identificadores de una peregrinación determinada que se colocan en la vestimenta o se adquieren como recuerdo de esta y son consustanciales a su sentido histórico. En la peregrinación jacobea están presentes casi desde sus inicios y adquieren un gran desarrollo y éxito entre los peregrinos al menos desde el siglo XII. Sin duda, estos objetos tienen un sentido utilitario, sobre todo de identificación y recuerdo, que se suma a la simbología especial de alguno de ellos. Así sucede con la concha de vieira, el bordón y el zurrón, descritos ya en el Codex Calixtinus (s. XII) como atributos espirituales del peregrino.
El número y la diversidad de emblemas existentes -no solo en el mundo jacobeo- se debe a que cada santuario procura contar con sus particulares insignias identificativas para afirmarse en su condición y ser reconocible. Tanto en Santiago como en otros antiguos centros de peregrinación, ya desde la Edad Media, se realizaban los emblemas en materiales fácilmente fundibles y baratos, especialmente plomo y aleaciones de plomo y cinc. De esta labor se encargaban estañeros, latoneros, etc., de cuya presencia quedan claras huellas en Santiago y en el Camino. También se fabricaban en materiales más costosos como la plata y el oro, destinados a peregrinos y viajeros de altos recursos, que eran realizados en este caso por plateros y joyeros.
El negocio de estos productos habitualmente asequibles para su consumo a gran escala estaba regulado y controlado por la Iglesia compostelana en contacto con los gremios de artesanos y comerciantes, y se evitaba la presencia foránea para evitar la competencia. Infringir estas normas podía acarrear graves condenas, lo que no evitaba que se pudiesen producir y vender en otras partes del Camino.
Si en el presente nos referimos a estos sencillos y simbólicos objetos como emblemas, insignias o recuerdos, en el pasado, en un mundo medieval europeo con el latín como gran lengua común, estos signum peregrinationis se conocían con términos latinos como signa, sigillum o realia. Kurt Köster cita sus nombres en otros idiomas propios de peregrinos: “en alemán, zeichen; en francés, enseignes, y en alguna región también sportelles o senhals; en inglés badges, con menos frecuencia tokens; en holandés vestelkens o loodjes”.
Desde la Edad Media hasta el siglo XVIII y en distintas fases de intensidad, los más habituales emblemas de la peregrinación jacobea fueron los bordoncitos -citados por los franceses como bordonnets-, las conchas de vieira naturales y producidas en formas reducidas en metal, tanto como simple objetivo de relación como en su faceta de símbolo esencial de la peregrinación, y las caracolas, conocidas como los tubae marinum sancti Iacobi, que se hacían sonar en el viaje de vuelta. Elementos devocionales como las cruces -la cruz de la Orden de Santiago es de relativa incorporación moderna a este consumo- y los rosarios, con alguna imagen identificativa de lo jacobeo, también se utilizaban como objetos de recuerdo. Mientras tanto, en Roma triunfaba el emblema formado por las llaves cruzadas de San Pedro.
Los emblemas de la peregrinación tenían una gran fuerza simbólica para el peregrino. En ellos se representaban el esfuerzo y el resultado final de su viaje, por eso los adquiría y conservaba de por vida. Cumplían una misión práctica y directa, pues ayudaban a identificarse en el Camino y a certificar la peregrinación realizada a Santiago, sustituyendo a veces los documentos específicos para ello, como la compostela. No obstante, más allá de este cometido práctico, siempre necesario, constituían, como explica Kart Köster, un recuerdo de la peregrinación realizada y un elemento de uso piadoso: “A través del tocamiento que se hacía de estos objetos de culto o a través de la recepción de los rayos de gracia que ciertos objetos sagrados irradiaban a distancia, se convirtieron en reliquias representativas y con ello en portadores de fuerzas de curación y bendición”.
Salvando las distancias, cumplían una misión semejante a las famosas estampitas de santos. También se acostumbraba a colocarlos en lugares estratégicos de la casa para que ejerciesen esa función protectora.
En el presente, los emblemas de la peregrinación siguen siendo parte de la ciudad de Santiago y de otros puntos del Camino. Representan una conexión con el pasado, aunque ahora no se utilicen como elementos de identificación ni conserven la vieja carga devocional que tenían para los peregrinos históricos. Subsiste parte de su fuerza emocional a la que han unido su valor como souvenirs o simples objetos de consumo inmediato. La concha de vieira, natural o en sus múltiples representaciones, formas y soportes, sigue siendo en el presente el mayor emblema compostelano. Solo le sigue a distancia la flecha amarilla, que aparece con fuerza inusitada hacia la mitad de los pasados años noventa -es el símbolo que mejor representa el Camino contemporáneo- y la cruz-espada de Santiago, emblema de la orden del mismo nombre que durante el siglo XX se ha incorporado a la iconografía jacobea de consumo, obviando sus orígenes corporativos. Resulta habitual la representación de la imagen de Santiago peregrino, en los más diversos soportes y formatos, tales como pequeñas esculturas, pins, camisetas, etc. Tienen mucha menor presencia los bordoncitos.
Las celebraciones de los últimos años santos compostelanos han incorporado una novedad: los emblemas civiles. Es el caso de la mascota Pelegrín (1993) y el logotipo formado por cuatro conchas de vieira encerradas en un círculo usado por los programas de promoción turístico-cultural de los últimos años jacobeos (1999, 2004 y 2010). En estos nuevos símbolos se impone exclusivamente la representación turístico-cultural.
En todo caso, si volvemos la vista al pasado comprobaremos que las cosas no han cambiado tanto en Santiago. Así se expresaba el peregrino holandés Jean de Tournai en 1488, a la vuelta de un paseo por las calles compostelanas: “Compré numerosos bordoncitos y durante la comida un compatriota me puso muy amablemente conchas, pequeñas reproducciones del báculo y también figuritas de Santiago en el sombrero”. Casi 250 años después, en 1726 el francés Guillaume Manier nos cuenta, alegre, que “al salir [de la catedral] hicimos nuestras pequeñas compras: rosarios, conchas y figuritas de plomo, así como chismes pequeños y graciosos”. Iba acompañado de sus amigos Antoine Baudry, Antonio Delaplace y Jean Harmand. [MR]