XacopediaBonnecaze, Jean

Peregrino de Pardies-en-Bearn, Francia. Realizó su peregrinación en 1748. Durante toda la historia de la peregrinación lo normal fue la salida en numerosos grupos, con todas las bendiciones y con todos los salvoconductos posibles ante la larga marcha que se avecinaba. Pero también se dio el caso contrario, la aventura por la aventura, el lanzarse al Camino casi como una huida, peligrosa huida, hacia la lejana tumba en el occidente. Sobre todo entre mucha gente joven, ávida de conocimientos, de aventuras, de respuestas que no encontraban en las humildes aldeas, en sus vidas monótonas, acotadas, con la frontera del bosque próximo como barrera inaccesible tras la que esperaban peligros incontables, lobos de dos y cuatro patas, herejes despiadados, guerras, hambre, sed, fatiga, piojos, enfermedades y muerte. Pero nada los detenía. Es el caso de Jean Bonnecaze.

Era el año 1748 y el joven Bonnecaze era de los que no se arredraban. Menudo, desprovisto de casi todo, sin decirle nada a sus padres -le hubieran tachado de loco- partió hacia Compostela en compañía de tres amigos, Gomer, Pétrique y Pierre Laplace, para abandonar la aldea y la casa de sus padres. Preparó con calma un paquete con algunas camisas y libros y lo ocultó en una finca de trigo detrás del jardín. Bonnecaze era de salud frágil, apenas llevaba nada consigo, desconocía lo que le esperaba, pero como muchos jóvenes peregrinos, era un soñador y además valiente. Un anochecer recogió el pequeño morral y, sin despedirse de nadie, saltó la valla de la casa de sus padres. Al otro lado esperaban sus compañeros. Todos podían cantar, sin duda a grito pelado y con toda la razón del mundo, la vieja canción de los peregrinos:

Quand nous fúmes à Saint Jacques

Nous n’avions denier ni maille

Ni moi ni mes compagnons

Je vendis ma calebasse

Mon compagnon son bourdon

Pous avoir du fallotage

De Saint Jacques le baron.

Cuando fuimos a Santiago,

no teníamos blanca

ni yo ni mis compañeros.

Yo vendí mi calabaza,

mi compañero su bordón

para comprar algún recuerdo

de Santiago.

Bonnecaze comenzó su peregrinación sin dinero, sin ninguna bendición, sin certificados: “Me entrego por completo a la Providencia”. Su relato de peregrinación, tal vez el más emotivo de la literatura odepórica, es paradigmático de cómo se echaban al Camino muchos jóvenes europeos cuyo rastro se pierde en los hospitales y cementerios que jalonaban el Camino. El pequeño bearnés pronto comenzó a padecer la dureza del Camino y la falta de medios. Debió vender su boina por doce soles para comprarse un sombrero por treinta soles. La ruina total. En Roncesvalles la nieve les impidió avanzar y eso no fue nada: “Había un destacamento de soldados que venían a ver si podían sorprender a algún francés para enrolarlo. Y como yo no entendía su idioma, hablaban entre sí de los medios de enrolarme, diciendo que era joven y osado para el servicio, que yo tenía bastante buen aspecto. Me preguntaron si sabía escribir y les dije que no”. Un peregrino de Auch le iba traduciendo la conversación de los soldados al infeliz Bonnecaze. Aterrorizado, ruega a sus amigos que se preparen y todos ponen pies en polvorosa en medio de la noche y de la nieve. Una marcha terrible: “Esta marcha forzada entre la nieve, mezclada de frío y de sudor, me hizo daño, me produjo una hemorragia de sangre por la nariz y por la boca”. Un peregrino italiano le intentó ayudar: “Me ha dicho que mi bolsa me causaba esta hemorragia y me la acondiciona con unas cintas para poderlas colocar sobre el pecho; entonces la sangre cesó y yo me quedé más libre para caminar”.

Días terribles, se esconden, duermen al raso, avanzan penosamente con nieve hasta las rodillas. Pero el repertorio de calamidades no había hecho más que comenzar. El pequeño bearnés se queda en Pamplona sin zapatos, no han aguantado más: “Luego de esto, hice como mínimo 200 leguas con los pies desnudos”.

Desprovisto de casi todo, enfermo, descalzo, en país extraño, Bonnecaze sobrevivió como buenamente pudo, recelando que sus compañeros le abandonaran, lo que no tardó en ocurrir en Viana. Proseguiría solo. Pero en medio de tanta calamidad, al pequeño Bonnecaze, como a miles y miles de jacobeos a través de los siglos, le mantendría en pie una inmensa fuerza, una tenacidad constante, un anhelo permanente, algo que dicho en otro contexto sería difícil de comprender, pero que para los peregrinos de toda época constituyó la conjugación de un verbo lacerante: ¡llegar!, ¡llegar a Compostela! Su destino podría ser, como el de otros muchísimos pobres peregrinos, cualquiera de los cementerios que jalonaban la Ruta. Dejarse caer, dejarse ir, morir en el camino...

Pero Bonnecaze era de los que no se resignaban. Siguió y siguió, un paso, y un paso más, y otro, y otro. Remedios de urgencia, todo valía, había que sobrevivir, había que llegar. Carne de hospital, temblando de fiebre, una hospitalera le dio un remedio de urgencia: una friega con ortigas que le hizo chillar y padecer como un desgraciado. Aquejado de una inflamación, Bonnecaze dio con sus huesos en el hospital de León -el de San Antonio- donde pasan los días sin que se cure. Vio morir a cuatro de sus vecinos enfermos, tres en su hilera y uno en la cama de enfrente. El pobre bearnés se manifestaba horrorizado: “Yo tenía miedo de morir aquella noche, prefería morir fuera a morir en el hospital. Después del mediodía me esforcé por levantarme e ir hasta la ventana y sufría mi corazón al respirar el aire, le supliqué al mayordomo que me trajese mis pingajos, no quería hacerlo, me dijo que moriría si salía. Salí enseguida, sosteniéndome con mi bastón”.

Todavía le quedaban las mayores pruebas. Tal parece, efectivamente, que toda la organización hospitalaria del Camino de Santiago se justificara sólo por él. Si el Camino era duro, las buenas gentes no, había hospitalidad. Como había aprendido a hablar bastante bien el español, el secretario de la catedral no le quería dar la patente como francés, pensaba que era español. Sólo cuando apela a su confesor, y él testifica a su favor, consigue la compostela. No permanece mucho tiempo en Santiago y después de un regreso también pleno de calamidades, alcanza la casa de sus padres que ya le creían muerto. Pocos años después llegaría a ser cura de Angos. [JAR]


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